Recuerdo que cuando mis hermanos y yo entrábamos en conflicto siendo niños, mi padre de momento intervenía y nos pedía que cuidásemos el vocabulario, de modo que ciertas palabras malsonantes en casa jamás se pronunciaban, ni tan siquiera cuando nos enfadábamos, salvo que se escaparan debido a la rabia del momento, cosa que apenas sucedía.
Cuando las personas nos hacemos adultas vamos descubriendo y comprendiendo los por qué de muchas de nuestras elecciones, decisiones y comportamientos. Y es que cuando hablamos de valores familiares aparecen algunos muy propios de esta red que nos ha sostenido cuando éramos pequeños y de la que sostenemos ahora cuando nosotros somos los padres y madres, como por ejemplo la honestidad, el amor, la confianza, la espiritualidad, el respeto, la justicia, el optimismo o pesimismo y un largo etcétera.
Lo curioso de los valores aprendidos en familia es que guían nuestra vida en los momentos importantes y a veces no somos conscientes de esto, nos guían cuando vamos a elegir pareja, cuando vamos a hacer un cambio en nuestra vida, cuando tomamos una decisión difícil o incluso en la forma de comunicarnos con los demás.
Nos guían en la forma de ver el mundo.
Ya en nuestra adolescencia y juventud expresamos nuestras propias líneas rojas, consecuencia de este aprendizaje.
Cuando mi padre nos frenaba para que no dijésemos palabras despectivas nos estaba educando en el respeto, ese que me sigue guiando para, precisamente, no juzgar a la ligera o decir algo que no quiero a otra persona. Ese valor que ahora enseño como madre y educadora a mis hijas, porque de esos valores familiares depende que construyamos una sociedad más justa y humana.